Las leyendas son variadas y vienen en todos los tipos, con distintos protagonistas. Tal es el caso de El Callejón del Diablo en la ciudad de Saltillo, la cual sería la tragedia de un hombr bueno, cuyo macabro destino parece hecha por el mismísimo diablo.
El libro ‘Entre la Realidad y el Mito’ de María Concepción Rocio Dávila, cuenta que en el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, (fundado en 1991 junto a la Villa de Santiago por el Capitán Urdiñola) el callejón que con el tiempo se nombraría ‘del diablo’ estaba formado por casas, huertas y solares de los colonos tlxcaltecas.
Por causas inevitables, los españoles penetraron el poblado y un par de siglos después eran ya numerosos los dueños o arrendatarios del lugar. Uno de estos era don Juan de Solís, originario de la villa española.
Don Juan, era muy estimado por sus cualidades de hombre decente, cristiano viejo y súbdito leal de la Católica Majestad del rey de las Españas. Con 70 años estaba casado con una hermosa mujer bastante más joven que él, aunque don Juan mantenía un complexión sana y robusta.
De este matrimonio tenía un hijo de 18 años que estudiaba Humanidades con los padres del Convento de San Francisco, el joven estaba dando sus primeros pasos en el amor, todavía inocentes, además de protegido por su madre a espaldas de su padre.
Las firmes convicciones y arraigada Fe, qué servían en los viejos tiempos como manera de afrontar y vencer las adversidades, además de una bella y hacendosa mujer, así como un hijo aventajado física e intelectualmente y una situación económica modesta parecían hacer ver que Don Juan de Solís poseía elementos para considerarlo dichoso. Tristemente no era así.
El buen caballero cayó en la más tortuosa de las flaquezas que un apasionado corazón puede vivir: creer que su esposa le era infiel. Esta idea defraudaba su corazón y amor por ella, además de deshonrarlo ante la opinión pública.
Comenzó con vagas sospechas nacidas de quien sabe dónde. Luego recurrió a espionaje, llegando casi a violentas reacciones. Trató de confesar sus culpas, que terminaban con su confesor repitiendo que dominara la idea que lo haría perder su alma. Don Juan lo intentó, pero el impulso era más grande que sus fuerzas morales, y siempre recaía en la obsesión contra su esposa y sí mismo.
Una noche, después de las ocho, regresaba a su casa. Era en invierno, y todas las puertas estaban cerradas y las calles oscuras y solitarias. De pronto se dio cuenta de que alguien venía tras él. Se detuvo y puso mano a la espalda, pues sabía que la seguridad de las personas y bienes era proverbial en la villa, no estaban por demás las precauciones en medio de aquella soledad y de aquellas tinieblas.
El que venía se emparejó con don Juan, le saludó respetuoso y afable. Era un tlaxcalteca, más viejo que joven y vestido modestamente, a usanza de la clase trabajadora. -¿Quién eres? –le preguntó don Juan. -Blas Cázares, servidor de su merced. -Gracias.
Luego de una corta charla donde el joven detalló conocer al abuelo y padre de Don Juan.
Y qué haces por aquí a estas horas? ¿Vives en este barrio?… -Voy a buscar a un amigo, y después a mi casa, que es la de su merced, en el Callejón de los Tejocotes.
Llegaron a la esquina de la Calle del Mezquite, ahora conocida como calle de Pérez Treviño y el callejón ‘del Diablo’. ‘Volveremos a vernos’ dijo Don Juan mientras se despedía con un ademán.
Antes de separarnos –insinuó el tlaxcalteca bajando la voz–, quiero decir a su merced una cosa que le interesa. -A ver… -Su merced cavila y sufre porque piensa que su esposa lo engaña. -¿Cómo te atreves –exclamó don Juan con tono severo y altivo– a hablarme de esas cosas? -Porque quiero a su merced y deseo hacerle un servicio… Dentro de cuatro días presentaré pruebas claras de que se equivoca o de que no se equivoca.
Las palabras del tlaxcalteca crearon más incertidumbre en el hombre, pues por fin calmaría sus dudas. Este sentimiento se desvaneció por su orgullosa susceptibilidad. –Sí, señor… Se lo prometo… Nos veremos en esta misma calle a esta misma hora… Que pase su merced buenas noches. Sentenció el joven. Don Juan regreso a su hogar luego de estar inmóvil por algunos minutos, incrédulo de lo que escuchó.
El plazo se cumplió, cuatro días y Don Juan regresó a la misma esquina con paso lento. De repente la misma figura de antes se acercó desde las sombres y habló con el hombre. Por desgracia –dijo mesuradamente Blas Cázares– lo que sospecha es cierto. -¡Las pruebas! ¿Dónde están las pruebas? –exclamó el caballero con un grito ahogado, mezcla de sollozo y rugido de cólera.
-Mañana finja su merced un viaje. Vuelva en la noche, y ocúltese en algún hueco próximo a su casa… Entre las 12 y la una, verá llegar a un hombre de capa larga y sombrero de alas anchas… Cuando él esté llamando suavemente a la puerta, podrá su merced, si así lo desea, tomar la debida venganza… Volveremos a vernos.
El tlaxcalteca siguió su camino sin dar oportunidad a Don Juan de responder.
A la mañana siguiente Don Juan de Solís partió rumbo a Santa María de las Parras para una comisión oficial. Avisó a su mujer que tardaría una semana. Apenas salió del poblado y se adentró en el bosque, donde esperaría al caballero de capa larga.
Pasado el tiempo en esa apacible noche unos pasos sonaron a lo lejos y parecía que se acercaban lentamente. Un bulto se dibujó en las sombras, primero confuso, y definiéndose luego como el de un hombre embozado en larga capa y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas. Se detuvo a la puerta de don Juan Solís y llamó con tres suaves golpes.
Don Juan salió de su escondite y sin titubear clavó una espada en la espalda del hombre. Justo su esposa abría la puerta, quien al ver la escena mostró una mueca salvaje de terror. -¡Es mi hijo!… ¡Mataste a mi hijo! –gimió la pobre mujer arrojándose sobre el cadáver ensangrentado.
Don Juan acercó el velón al rostro del muerto que había caído con la cabeza apoyada en el umbral… Lanzó un horrible grito, y huyó hacia la calle, como una fiera perseguida. Se había vuelto loco. Algunos meses después recuperó la razón y declaró ante el juez la historia de su crimen.
Con el tiempo se supo que Blas Cázares nunca existió en el pueblo de San Esteban o en la Villa de Santiago del Saltillo lo que hizo que muchas personas pensaran que era un nombre falso, pero ¿Quién querría lastimar a ese grado a Don Juan?
La gente creyó que había sido el Diablo, quien celoso de las virtudes de don Juan de Solís le preparó tan espantosa celada, y nadie dudó que el enemigo malo campeaba por sus respetos en aquel callejón que desde entonces tomó su nombre.