A pesar de que algunos sí han obtenido enormes beneficios en 2020, es cierto que el anhelo general de todo el planeta es dejarlo atrás cuanto antes con la esperanza de que las campanadas de Nochevieja acaben con la pesadilla. Sin duda habrá sido el peor año del último siglo pero, ¿ha sido realmente el más nefasto de la historia de la humanidad, no por la cantidad de fallecidos, sino por el impacto global de la pandemia? Ni de lejos. En 1349 la peste negra acabó con la vida de la mitad de la población de Europa y en 1918 se solapó el final de la Primera Guerra Mundial con el estallido de la Gripe Española, que provocó según las estimaciones más pesimistas en torno a 100 millones de óbitos en sólo un par de meses, pero en realidad la crónica negra del hombre sobre la tierra arroja un episodio mucho más cruento y, además, más prolongado en el tiempo. Todo empezó en 536. El año en el que se apagó el sol.
De repente, sin previo aviso, una fina capa de niebla oscureció las nubes y ejerció de filtro de la luz solar. Nada extraño, en apariencia, hasta que pasaron los días y aquella capa no sólo no desapareció, sino que fue haciéndose cada vez más espesa. "El sol emitió su luz sin brillo, como la luna, durante todo el año". Así lo describió el escritor bizantino Procopio cuando ya, muchos meses después, las temperaturas habían descendido vertiginosamente, sin superar los tres grados centígrados en pleno verano. Una permanente noche de luna llena que se extendió por toda Europa y Oriente Medio y que sumió a la humanidad en el caos absoluto. Se perdieron las cosechas, escasearon los animales y la gente empezó a morir de hambre o de frío. Robos, pillajes y asesinatos proliferaron en una época en la que la propiedad privada carecía de valor. Imperó la ley del más fuerte. El infierno sobre la tierra.
Europa se encontraba en ese momento de la historia en plena deriva, en el tránsito hacia lo que sería luego conocido como la Edad Media. Numerosas tribus germánicas peleaban con los francos por el control de unas tierras que les habían sido arrebatadas a los romanos 60 años antes, cuando el esciro Odoacro depuso a Rómulo, último emperador de Occidente. La civilización romana persistía en Bizancio -actual Estambul- gracias al puño de hierro del general Belisario, que mantenía a raya a los vándalos, pero era el último reducto del imperio. En esas condiciones resulta fácil imaginar el impacto que aquella noche eterna causó en un mundo sin acceso a otra explicación que no fuera que sus males eran la consecuencia de un castigo divino.
La solución era en realidad mucho más terrenal. Muy al norte de Europa, en una isla cuya existencia nadie podía sospechar, que no sería colonizada hasta 300 años más tarde, y a la que el vikingo Floki Vilgeroarson dio el nombre de Islandia, -tierra de hielo- maldiciéndola porque el invierno había acabado con todo su ganado, se había producido una violenta erupción que arrojó a la atmósfera cenizas de azufre, bismuto y otras sustancias que formaron un velo capaz de devolverle al sol parte de la luz que proyectaba sobre la tierra. La capa de aerosoles enfrió el planeta de forma radical. Carente de herramientas o de tecnología para hacer frente a semejante contingencia, el ser humano quedó a merced de la naturaleza.
Las temperaturas habituales tardaron más de una década en restablecerse porque la actividad geológica en Islandia no se detuvo. Por lo menos hubo otras dos erupciones, en 540 y 547, pero entre esos dos periodos Tánatos, el dios griego de la muerte, aún no se sintió suficientemente saciado y clavó de nuevo sus garras en el corazón de una agonizante humanidad.
"La alarma surgió en Egipto, desde donde la infección se expandió de forma rápida y letal", escribió de nuevo Procopio para relatar el origen de una de las plagas más terribles de la historia conocida, la peste de Justiniano, que golpeó Europa, el norte de África y Asia hasta llegar hasta China. "Se declaró una epidemia que casi acaba con todo el género humano de la que no hay forma posible de dar ninguna explicación con palabras, ni siquiera de pensarla, salvo remitirnos a la voluntad de Dios. Esta epidemia no afectó a una parte limitada de la Tierra, ni a un grupo determinado de hombres, ni se redujo a una estación concreta del año, sino que se esparció y se cebó en todas las vidas humanas, por diferentes que fueran unas personas de otras, sin excluir ni naturalezas ni edad", agregó Procopio,
Se la llamó así porque la propagaron los soldados de Bizancio, cuyo emperador era en aquel momento Justiniano, que fue curiosamente uno de los supervivientes de una pandemia que se cobró más de 50 millones de vidas en el año 541, muchas de ellas de niños y jóvenes porque el patógeno se mostraba menos agresivo con los mayores. En Bizancio llegaron a morir 10.000 personas al día pese las estrictas normas de confinamiento que se impusieron. Fue seguramente el primer encierro colectivo de la historia, pero sirvió de muy poco. El ángel de la muerte penetró por cada rendija de cada vivienda sin mostrar la menor piedad.
El cataclismo, que comenzó en el año 536 con una erupción en Islandia que apagó la luz del sol y que prosiguió en 541 con la peste de Justiniano, se prolongó hasta 590 y acabó convertido en una leyenda. Cuando la plaga llegó a Roma el papa Gregorio Magno organizó una procesión hasta el mausoleo del emperador Adriano con la esperanza de recobrar el favor divino. Sus plegarias fueron escuchadas. A su llegada la comitiva afirmó que se les apareció el arcángel San Miguel, que blandió su espada flamígera y con ella detuvo la epidemia. Desde entonces el mausoleo se conoce como castillo de Sant'Angelo.
Con información de El Mundo