Enterrar a los muertos ha sido tradición desde hace milenios. Si bien en las antiguas Grecia y Roma ya se acostumbraba hacer ritos para los muertos, fue en Roma donde evolucionaron. Hasta el siglo II d.C. predomina la práctica de la cremación, pero luego de ese momento toma fuerza la inhumación, o entierro, de los cadáveres.
Antes de la llegada del cristianismo lo que imperaba era la ley romana, la cual decía que entre más rápido fuera incinerado el difunto más rápido llegaba a su destino. La llegada del cristianismo reforzó la idea de la inhumación, sobre todo en el siglo IV con la producción de sarcófagos ornamentados.
En esos tiempos la muerte parecía también diferenciar entre ricos y pobres, ya que los ricos eran cremados de día, mientras que los pobres eran inhumados de noche ya que la cremación era cara.
Actualmente se puede escoger el destino del cuerpo, desde la cremación hasta la inhumación. Pero ¿te has preguntado porque se espera un día, o más, para enterrar o cremar un cuerpo? A continuación te explicamos el origen de esta ‘espera’.
En la antigüedad el cadáver pasaba por un rito distinto dependiendo de su estatus social, si el fallecido era una persona relevante, se le ponía una toga normal. Si había sido censor, se le colocaba la toga purpúrea y si había sido cónsul se le ponía la toga praetexta. Si había sido un triunfador, se le vestía con la toga picta.
Junto a esto el cadáver era expuesto al público y realizaban distintos ritos como conclamatio que consistía en pronunciar el nombre del muerto mientras los ojos le eran cerrados, ese acto era normalmente realizado por el hijo. Al mismo tiempo las mujeres exteriorizaban su dolor con todo tipo de lamentaciones.
El rito fúnebre podía durar días hasta que se le realizaba las exequias, para que luego una comitiva fúnebre acompañara al difunto con música.
¿Esperar a que el muerto no reviva?
Otra razón para esperar es una enfermedad llamada Catalepsia. También es llamada muerte aparente y se trata de un estado biológico en el cual una persona yace inmóvil, en aparente muerte, y sin signos vitales, cuando en realidad se halla en un estado consciente que puede variar en intensidad: en ciertos casos el individuo se encuentra en un vago estado de conciencia, mientras que en otros pueden ver y oír a la perfección. Esta enfermedad revive el miedo a ser enterrado vivo y se tienen documentados algunos casos.
Durante el proceso de beatificación de Fray Luis de León, que murió en 1591, se cuenta que al abrir su ataúd pudieron observar arañazos al interior del y como no se pudo asegurar que el fraile no hubiera renunciado a Dios en esos momentos de desesperación, no se le pudo declarar santo.
En 1905 el reformista británico William Tebb aseguró haber encontrado pruebas de 219 casos en los que la víctima estuvo a punto de ser enterrada viva, 149 casos de en los que se les enterró, 10 casos de autopsias en vivo y dos en los que el muerto se despertó mientras era embalsamado.
Debido a esta enfermedad se comenzaron a hacer ataúdes de seguridad para que los muertos pudieran dar señales de vida. Dentro de las técnicas más conocidas está la de colocar una campana al exterior de la tumba con una cuerda que podía ser jalada desde el interior del féretro. Si el difunto resultaba no estar ‘muerto’ podía accionar la campana y pedir por ayuda.
Otras personas decidieron hacer ataúdes de cristal, para comprobar que no había señales de respiración en el cristal. Otros pidieron ser enterrados con un ataúd que permitiera la entrada de luz y aire, además de dos llaves, una para abrir el féretro y otra para abrir la cripta.
Se cuenta que el primer presidente de los Estados Unidos, George Washington, pidió en su lecho de muerte en 1799, que se esperase durante al menos tres días tras su muerte antes de que se le enterrase. Obras de la literatura también han retratado esta enfermedad y miedo a ser enterrados vivos como El entierro prematuro, de Edgar Alan Poe.